La actividad comercial internacional debe ser entendida y gestionada con una nueva mentalidad, surgida de la constante adaptación al cambio, el profundo análisis de los factores que inciden en el proceso y la aplicación del pensamiento estratégico a la toma de decisiones.
domingo, 12 de junio de 2011
Gestión eficiente de las organizaciones en entornos internacionales: ¿El retorno de la creación de valor?
"¿Es posible hablar de un objetivo unificador, que satisfaga las aspiraciones de todos los agentes internos y externos relacionados con la empresa?."
¿El retorno de la creación de valor?
Sabido es que la experiencia es una profesora cruel y tenaz que primero examina y luego enseña. Algo que hemos aprendido, por numerosas experiencias en el ámbito empresarial y fuera de él, es que una buena teoría puede generar efectos perniciosos por una mala implantación.
La gestión basada en la creación de valor para el accionista puede ser un ejemplo y así lo debe apreciar Mintzberg, cuando la percibe como mercenaria y tan antisocial que nos condenará si no la condenamos antes, puesto que considera al personal un mero recurso humano al que se debe pagar menos para poder pagar más a los ejecutivos.
Sin embargo, este criterio de gestión, correctamente aplicado, constituye un objetivo razonable de la empresa como guía para la generación y distribución de riqueza pues los heterogéneos resultados de sus actividades deben superar a sus costes, también de naturaleza diversa. La empresa crea valor para clientes, trabajadores, proveedores y accionistas así como para la comunidad que la cobija, si es capaz de retribuir a todos ellos de forma justa y acorde con los estándares propios de los mercados eficientes.
La dificultad de poner en equivalencia las retribuciones a los distintos partícipes, que incluyen aspectos monetarios, de satisfacción laboral o ambientales entre otros, y la exigencia de tener que evaluar la gestión, obligan a seleccionar un indicador de síntesis. Surge así el concepto de creación de valor para el accionista, formulado inicialmente por el economista Marshall, extendido al mundo de los negocios por Rappaport y aceptado por los gestores empresariales, especialmente en coyunturas bursátiles favorables.
Este indicador, aún sujeto a polémica por los abusos cometidos en su utilización por algunos administradores con más codicia que ética y no sólo del mundo anglosajón, pretende medir si la empresa es capaz de crear valor. Como los accionistas son los últimos en recibir su retribución, siendo ésta la restante después de remunerar al resto de partícipes, sólo se crea valor de forma sostenida para los primeros si previamente se ha creado para el resto. Cualquier beneficio abusivo de los accionistas y de los gestores, esté la retribución de los últimos vinculada o no a la creación de valor, a costa de terceros debería ser corregida por el mercado cuando al alterarse la correlación de fuerzas con los partícipes agraviados puedan éstos resarcirse.
Los mecanismos para la creación de valor en la empresa
La creación de valor se materializa por medio de tres mecanismos principales:
-El primero y más importante es el potencial para crearlo y exige desarrollar capacidades de todo tipo que primen la innovación. Cabe lamentar que todas las estadísticas disponibles parezcan señalar el déficit en este terreno de las empresas españolas.
-El segundo surge cuando se diseñan estrategias para aplicar con éxito dicha innovación.
-Por último, el valor depende de la implantación satisfactoria de los planes y se materializa al comparar los resultados obtenidos con los esperados.
Es, por tanto, en el mercado de productos y servicios donde se genera fundamentalmente el valor, pero es en el de capitales donde se mide. Esta dualidad explicita que los indicadores financieros son consecuencia de los resultados operativos del negocio. Por ello, siendo la creación de valor de naturaleza financiera, la responsabilidad de obtenerlo se extiende al conjunto de la organización, ofreciendo esta capacidad de integración un primer atributo valioso de este indicador.
El segundo reside en que mientras el valor depende de las expectativas, la creación de valor nace de la variación favorable de dichas expectativas, lo que implica una exigencia continua de mejora. Además, como el valor creado se acumula al valor de la empresa en la parte no distribuida a los accionistas, este sistema de gestión es sumamente exigente: la mejora de las expectativas ha de superar un listón cada vez más elevado.
El tercer atributo es que la creación de valor somete a la empresa al veredicto del mercado, que actúa como juez implacable, al menos a largo plazo, de su desempeño.
Creación de valor empresarial y función de los organismos reguladores
El protagonismo de este criterio gerencial justifica que algunos dirigentes empresariales traten de manipular los resultados, distorsionando la realidad para exagerar la creación de valor.
Con ello, intentan mejorar la apreciación que se haga de su gestión, en beneficio de su compensación y notoriedad. No es infrecuente que, después de repartir retribuciones discrecionales y generosas a los gestores por una supuesta creación de valor, se declaren pérdidas millonarias con el perjuicio de otros partícipes.
Tampoco lo es que en determinadas operaciones societarias, como una OPA por ejemplo, se puedan dirimir más los intereses de los administradores que la supuesta creación de valor para los accionistas minoritarios a los que representan y para otros colectivos.
Además, la excesiva concentración de poder de los accionistas de control en unos casos y la separación entre la propiedad y la gestión de las empresas en otros explican que sean ambos tipos de administradores quienes distribuyan la riqueza creada, siendo ingenuo esperar que el reparto se haga siempre con equidad.
La intención solapada de Maquiavelo pudo ser la de mostrar a los pueblos cómo protegerse de los gobernantes déspotas y, no tanto, la de enseñar a éstos cómo conseguir y mantener el poder.
Análogamente, la creciente práctica de crear valor para el accionista, reforzada en circunstancias económicas favorables pero más olvidada en las adversas, puede buscar más bien el beneficio de algunos accionistas y de sus gestores a costa de otros colectivos. Quien alcanza el poder casi siempre trata de ejercerlo en provecho propio y más aún en organizaciones como las empresas, donde todavía no ha llegado con eficacia la separación de poderes de Montesquieu, destinada a evitar los abusos de los gobernantes.
Estas actuaciones dolosas, a veces realizadas con la complicidad interesada de algunos auditores, analistas y asesores externos, demandan la intervención decidida de los organismos reguladores a fin de proteger al resto de los partícipes, favorecer la creación de riqueza y preservar la credibilidad de nuestro sistema económico, tan debilitada con los escándalos empresariales conocidos.
Es un derecho de la comunidad, que debe defenderlo sin complejos, y una obligación de la Administración, a la que no hay que renunciar por la presión de quienes, amparados en falaces argumentos de libertad, sólo pretenden actuar impunemente.
Si la Administración está legitimada para dirigir un Estado, también lo debe estar para asegurar que nuestros mercados funcionen competitivamente y con igualdad de oportunidades. No se trata pues de quitar libertad al mercado, sino de eliminar las trabas e ineficiencias que algunos colectivos minoritarios pretenden imponer a su correcto funcionamiento.
Es obligación de los dirigentes empresariales, en cumplimiento de su compromiso con el resto de partícipes, satisfacer sus exigencias justas, y la de éstos, premiar o castigar sin asimetrías la calidad de la gestión de los primeros. Para ello, es preciso lograr la representatividad de los órganos internos de gobierno de la empresa, a veces lesionada por blindajes y limitaciones espurias, y la correcta medición de sus resultados para recompensar sólo la creación sostenida de valor, generado por la gestión y no por la coyuntura o por actuaciones de efectos efímeros.
No son suficientes las llamadas al comportamiento ético individual, a veces más invocadas por quienes menos lo asumen, sino que la Administración debe garantizar, instrumentos tiene para ello, que estos órganos de gobierno incorporen los intereses del conjunto de partícipes de la empresa. Todos ellos, de alguna manera, deben contribuir a fijar sus normas de funcionamiento y no sólo, como sucede con frecuencia, quienes ya son miembros reales o potenciales de los mismos.
La profesión financiera tiene una especial responsabilidad en este campo y hay que exigirle que la cumpla. Su contribución a la creación de valor se concreta con una doble dimensión. La primera, mediante las actuaciones propias de una buena gestión financiera que administre con eficacia y eficiencia los recursos monetarios de la empresa y apoye el desarrollo de sus estrategias y planes operativos. La segunda, por medio de la implantación de índices que midan fiablemente la creación de valor, no contaminados por modas, coyunturas, acciones especulativas o intereses sesgados de algunos colectivos.
Conclusión
¿Ha sido la gestión basada en la creación de valor un concepto pasajero o debe apoyarse su aplicación para mejorar el funcionamiento de las empresas? Sin duda este tema, que es importante y polémico por la variedad de intereses involucrados y la mala prensa derivada de bastantes experiencias, merece la atención de todos los afectados a fin de que corrijamos los errores del pasado.
Fuente: Juan Pérez-Carballo Veiga. Director del Master en Dirección Financiera de ESIC y Profesor del Programa Integral de Desarrollo Directivo de ESIC/ Executive Excellence
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