miércoles, 11 de enero de 2012

Democracia, autocracia, meritocracia: ¿Qué deben ser nuestras organizaciones?


"Se acercan a un modelo meritocrático aquellas organizaciones en las que la dirección por objetivos desciende en cascada a todos los niveles de la compañías, y en las que los objetivos no sirven a intereses personales"

Democracia, autocracia, meritocracia: ¿Qué deben ser nuestras organizaciones?

“It has been said that democracy is the worst form of government except all the others that have been tried” (Se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno del mundo, exceptuando a todas las demás que se han probado), comentó Sir Winston Churchill en la Cámara de los Comunes dos años más tarde de finalizada la II Guerra Mundial.

En estos momentos difíciles para la economía en todo el mundo, cuando las tentaciones tayloristas (unos piensan y otros obedecen, control a causa de la desconfianza, compartimentos estancos, cortoplacismo) reaparecen con fuerza inusitada, es habitual escuchar en las organizaciones que “esto no es una democracia, así que si no te gusta lo que ves a tu alrededor, ahí tienes la puerta”.

La utilización del miedo (una emoción demasiado frecuente, que supone más de un tercio de las emociones actualmente) genera un estado de ansiedad (que, más allá de una emoción, es un estado de ánimo) demasiado generalizado en muchas organizaciones, en opinión de David Caruso, uno de los grandes investigadores de la Inteligencia Emocional y autor de El directivo emocionalmente inteligente.

La dicotomía democracia-autocracia en las empresas es un falso debate, puesto que la democracia es estrictamente una forma de gobierno, de organización del Estado. El término, acuñado en la Grecia del siglo V a.C., significaba para Platón el gobierno del pueblo, frente a la monarquía (el gobierno de uno) y la aristocracia (el gobierno de unos pocos). En El Político, Platón hace decir a su maestro Sócrates: “La democracia es el mejor de los gobiernos sin ley y el peor de los gobiernos en los que se respeta plenamente la ley”.

En su Democracia en América (1840), un fino analista como Alexis de Tocqueville escribió: “Un estado democrático de la sociedad, similar al de los americanos, puede ofrecer singulares facilidades para establecer el despotismo”. Y a la vez, quedar carente de significado.

La democracia, definida por el presidente Abraham Lincoln en Gettysburg, como el gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” queda vacía si no se dan las condiciones apropiadas.

Nelson Mandela, en 1998, dijo aquello que “si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan parlamento”.

Si las empresas no son democracias ni dejan de serlo, ¿qué deben ser? las organizaciones han de aspirar a ser meritocracias. La meritocracia es, básicamente, un sistema de organización basado en el mérito. El término se empleó por primera vez por Michael Young en 1958; por cierto, de una manera despectiva, porque Young mostraba una sociedad futura presuntamente meritocrática en la que la posición social de cada individuo estaba determinada por su cociente intelectual. Sin embargo, la palabra caló y distintos dirigentes políticos, desde Blair a Sarkozy la han hecho suya. De hecho, la meritocracia es más antigua que la democracia, pues hay distintos ejemplos históricos en Confucio, en Gengis Khan y en la administración napoleónica.

El problema de la meritocracia tal como la entendió Young es que el mérito (el talento, que no es otra cosa que “poner en valor lo que una persona sabe, quiere y puede hacer”) va mucho más allá del cociente intelectual, de la inteligencia (que es precisamente como lo define todavía el DRAE).

El talento es capacidad por compromiso en un contexto determinado. El mérito derivado del talento individual y colectivo puede convertirse en una burocracia (una jerarquía con procedimientos claros y establecidos, que admiraba el sociólogo Max Weber y que hoy en día se ha convertido en sinónimo de inercia, de lentitud y de escasa aportación de valor).


Los primeros ejecutivos (los dueños de una empresa familiar, los consejeros delegados de empresas medianas y grandes, los directores de recursos humanos) harían bien en convertir sus organizaciones en meritocracias porque así serían más rentables, más valiosas, más longevas, más innovadoras. ¿Cómo pueden hacerlo? Deberían seguir al menos, siete principios:

1. No hay meritocracia sin una estrategia, una visión de futuro clara y compartida (que habitualmente se concreta en un “Balanced Scorecard” o “Cuadro de Mando Integral”) y sin que esa estrategia se concrete en una auténtica Dirección por Objetivos.

Esa técnica, cuya paternidad debe atribuirse al gran Peter Drucker y a “sus años en la General Motors”, no ha perdido vigencia. De hecho, la DPO es más actual que nunca.

Se acercan a un modelo meritocrático aquellas organizaciones en las que la dirección por objetivos desciende en cascada a todos los niveles de la compañías, y en las que los objetivos no sirven a intereses personales (cumplir con cierta facilidad, para obtener los incentivos con cierta seguridad) sino a intereses colectivos, de avance de toda la organización. Objetivos ambiciosos y realistas que concretan un proyecto ilusionante.

2. No hay meritocracia si el talento no se especifica en perfiles de competencias (con aptitud –conocimientos y habilidades- y actitud -comportamientos observables-) para cada una de las responsabilidades de la empresa. Las competencias son el lenguaje del talento. Por ello, una organización ha de conocer muy bien el talento de que dispone y el talento que necesita. “Cuando se puede medir aquello de lo que se habla y se puede expresar en números, se conoce algo del tema; pero cuando no se puede medir, cuando no se puede expresar en números, el conocimiento es pobre e insatisfactorio”, escribió en su día Lord Kelvin. O como diría el más reputado de nuestros banqueros, “lo que no son cuentas son cuentos”.

3. No hay meritocracia sin una auténtica gestión del desempeño. Y no me refiero a una evaluación puntual de colaboradores por sus jefes, considerada frecuentemente como una rutina “de los de Recursos Humanos”, sino un diálogo poderoso, fructífero, entre quienes lideran y los miembros de sus equipos para reflexionar conjuntamente sobre lo que se hace bien y lo que se podría hacer mejor, estableciendo un plan de acción con objetivos, indicadores e hitos concretos. Gestionar profesionalmente el desempeño de su gente es una de las principales responsabilidades de todo directivo, que debe “devolver” a su equipo con mayor empleabilidad que cuando lo recibió.

4. No hay meritocracia sin una promoción coherente, transparente, bien comunicada, percibida como justa. Si se entiende que son promovidos en la organización los “pelotas” que no contribuyen a aportar valor para el cliente, o se asciende por antigüedad o nepotismo, el mérito brilla por su ausencia. El equipo de dirección tiene la obligación moral de explicar a quién promueve y en función de qué cualidades destacadas.

5. No hay meritocracia sin un sistema de compensación amplio e integral (no parece lógico creer en eso del “salario emocional”, de igual forma que no hay “dividendo emocional”; el salario es salario, el precio es precio –distinto del valor- y el dividendo es dividendo).

Para fidelizar y desarrollar el talento, es esencial que cada líder de un equipo sepa bien qué les “compensa” a sus integrantes (más allá del salario: orgullo de pertenencia, equilibrio de vida personal y profesional, liderazgo, etc.). Y además, que en la empresa exista un sistema de retribución variable autofinanciado, competitivo y equitativo, en el que gane más el/la que más lo merece.

6. No hay meritocracia, sobre todo, sin un liderazgo versátil (que sea capaz, cuando debe, de mandar, gestionar, cohesionar, pedir sugerencias, orientar, entrenar y representar las mejores prácticas) que genere un clima de satisfacción, rendimiento y desarrollo. Un liderazgo a todos los niveles de la organización que genere lealtad, compromiso y entusiasmo. Talento para dirigir el talento.

7.No hay meritocracia sin coaching estratégico, sin transformar la formación en verdadero desarrollo. El coaching es un proceso de desarrollo personalizado, un acompañamiento centrado en las fortalezas y oportunidades de mejora de cada profesional, en el aprovechamiento de su potencial a través de la reflexión, el descubrimiento, un plan de acción y la reprogramación de nuevos –y mejores- hábitos.

Líderes que reciben coaching; líderes con habilidades de coach. Así la tasa de cambio, de mejora continua, de la empresa es igual o mayor a la del entorno (ley de Revans de la supervivencia).

Conclusión

Las empresas no son autocracias ni democracias. Son -o deberían ser- meritocracias para atraer, fidelizar y desarrollar talento. No nos cabe otra. Una vez que sabemos el camino a recorrer, de nuestra voluntad, de nuestra valentía, depende el que lo merendamos con decisión y firmeza.

Fuente Juan Carlos Cubeiro/ Executive Excellence

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