sábado, 16 de marzo de 2013

Capital humano y dirección por competencias: Visión retrospectiva y futuro de una meta irrenunciable.



"En las organizaciones la incompetencia de un individuo le crea un problema a él, la del líder constituye un problema para todos"

Capital humano y dirección por competencias: Visión retrospectiva y futuro de una meta irrenunciable.


En las últimas décadas del siglo XX y en torno a la creciente importancia del capital humano en las organizaciones, diversas corrientes de pensamiento se consolidaron; entre ellas, el competency movement. A partir de aquel famoso artículo (Testing for Competence rather than for Intelligence) de David McClelland en 1973, se extendió la inquietud por las exigencias competenciales de cada puesto de trabajo.

En los años 80 y 90 tomaron ciertamente especial impulso algunos movements, tales como los relacionados con la dirección por objetivos y la productividad, con el aprendizaje permanente y la gestión del conocimiento, con el pensamiento crítico y la destreza informacional, con la creatividad y la innovación, con el empowerment y la inteligencia colectiva, con la psicología positiva y la calidad de vida en el trabajo, con la inteligencia emocional y el liderazgo, con el coaching y otras expresiones tutelares… Y, desde luego, el de las competencias. Es decir, el relacionado con el análisis de competencias para la selección y formación de directivos y trabajadores.

Sabíamos que un buen expediente académico, como una buena calificación en los tests de inteligencia de los procesos de selección, no venían constituyendo garantía de efectividad en el desempeño profesional, sobre todo en determinados casos.

Para predecir un buen desempeño del individuo, había que considerar a fondo el puesto a asignar. Cuando, por ejemplo, las relaciones personales tenían elevado peso en la tarea, se debía exigir a los profesionales unas competencias muy específicas; tan específicas como los puestos ocupados, que podían apuntar a situaciones y condiciones muy diversas —incluso adversas— de trabajo.

Cierto es que en el escenario finisecular, y aun en el neosecular, pusimos quizá más empeño en las herramientas informáticas para la gestión por competencias, que en el estudio detenido de las actuaciones que exigían los puestos de trabajo. No obstante, surgieron obviamente necesidades de formación en directivos y trabajadores. Con la creencia-esperanza de que nuevos contenidos formativos podrían resolver las lagunas detectadas, se desplegaron numerosos directorios de competencias y muchas personas de niveles intermedios e inferiores recibieron la formación correspondiente.

Seguramente al líder le cuesta advertir la falta de competencia bastante más de lo que le cuesta al seguidor. Para cuando un directivo se equivoca, se suele recurrir a aquello de que “la peor decisión es la que no se toma”, como a otras oportunas rutinas defensivas. O sea, que deficiencias competenciales puede haber en niveles inferiores, intermedios y hasta superiores.

Al parecer, cuarenta años después no es seguro que, gracias al movimiento de las competencias y a los cambios introducidos en la selección y la formación, seamos todos más competentes en nuestros puestos. Podría pensarse que algo ha fallado allá donde la gestión por competencias se implantó, y que algo ha debido seguir fallando allá donde no se implantó o no se hizo con rigor; pero, en realidad y por decirlo así, también es verdad que los puestos ya no son lo que eran. En efecto, como consecuencia de avances técnicos, o de cambios introducidos en las organizaciones, muchos puestos evolucionan casi continuamente, y nuevas competencias pueden ser precisas sin que apenas se hayan detectado-analizado.

Por otra parte, en una empresa mal organizada o dirigida, por muy competentes que fueran las personas en sus puestos, los resultados podrían ser frustrantes; de modo que la gestión por competencias exige estar bien organizados. Sin embargo cabe subrayar que, incluso en el mismo puesto, las competencias necesarias hoy pueden ser distintas de las precisas tiempo atrás o en tiempo venidero, y asimismo que ser competente en un puesto no supone serlo en otro. No faltará quien recuerde aquí el principio de Peter.

Aunque pueda sorprender, han surgido estos años modelos nacionales de gestión (creados por business experts españoles) que parten de la premisa de que todos somos (más allá de imperfectos y pecadores) decididamente incompetentes. Se viene a decir incluso que gestionar personas es básicamente gestionar incompetentes, y que esta gestión resulta también complicada por condicionantes como la edad, el sexo y el carácter de las personas. Esto se dice a veces, y asimismo que tampoco los jefes son siempre competentes.

No deberíamos hacer de la generalización de la incompetencia un meme, porque la botella medio vacía también puede percibirse medio llena. Quizá no pueda decirse que todos seamos plenamente competentes en nuestros puestos, pero es que las exigencias son, en muchos casos, crecientes y retadoras, y además nos manejamos muy a menudo en entornos entrópicos y no siempre bien organizados. Habría que identificar bien los casos de incompetencia palmaria, y tomar las decisiones correspondientes; pero no parece justo generalizar la incompetencia y dejar que se diluyan los casos extremos. Tampoco parecería justo generalizar la torpeza de las organizaciones (de ella nos habló, por ejemplo, Scott Adams).

Ser efectivos —ser competentes— debe ser una meta irrenunciable, y de hecho nos damos al aprendizaje y desarrollo permanente, tanto mediante acciones formales como informales. Pero hemos de ser competentes en entornos ad hoc; en organizaciones inteligentes, bien dirigidas, que catalicen la mejor expresión del capital humano tras metas bien seleccionadas. Habríamos de asegurar una estructura funcional idónea, una base sólida, sobre la que asentar la competencia de las personas.

De la torpeza de las organizaciones tuvimos ciertamente un buen reflejo en El Principio de Dilbert, y también otros autores, también españoles, han vuelto sobre el tema. Sin duda se ha de cuidar la inteligencia funcional teórica y práctica, aunque, a la vez y al respecto, se habría de considerar al servicio de qué objetivos se pone la inteligencia. En ocasiones ocurre que los ejecutivos persiguen objetivos distintos de los declarados, y las personas de niveles inferiores hallan contradicciones y paradojas que dispersan su energía psíquica.

Conclusión.

Puede que el lector interesado haya encontrado en estos párrafos materia para reflexionar sobre la competencia (como pericia, no como incumbencia) de las personas, y también sobre la inteligencia y prosperidad de las organizaciones ante las nuevas realidades; se trata de un reto que habremos de encarar con determinación. Pero sobre todo queríamos señalar aquí que el movimiento de las competencias ha cumplido cuatro décadas, sin que parezca haber grandes resultados que celebrar.

Fuente: José Enebral Fernández/ Managers Magazine.

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