viernes, 11 de mayo de 2012

El aprendizaje continuo como valor diferenciador de la empresa: ¿Una moda o una necesidad?


Hemos entrado en la era de “las próximas dos horas” y esto exige a las organizaciones fluidez, agilidad, rapidez y adaptabilidad.

El aprendizaje continuo como valor diferenciador de la empresa: ¿Una moda o una necesidad?

"Todavía hay muchas empresas para las que hablar de aprendizaje es, sobre todo, hablar de formación. Para estas compañías el aprendizaje es el resultado de las acciones formales que llevan a cabo para cubrir ciertas necesidades de capacitación que detectan en sus empleados a través de procedimientos más o menos estructurados."

En esas empresas el aprendizaje suele ser competencia del “negociado” de Formación, habitualmente un apéndice de la Dirección de Recursos Humanos. Formación (con mayúscula) es, de este modo, quien controla y gestiona el aprendizaje en la organización y, junto con los directivos de la compañía, quien decide qué es lo que “toca” aprender ese año.

Un planteamiento que, como señala Harold Jarche, puede encajar con los postulados tayloristas de compartimentación del trabajo, especialización, eficiencia y control, que tan buenos resultados dan en entornos lineales, estables y predecibles, pero que presenta carencias notables en un entorno V.U.C.A. (volátil, incierto, complejo y ambiguo) como el que les toca vivir a un número creciente de organizaciones.

Para muchas empresas el ritmo de cambio se ha acelerado de forma vertiginosa en los últimos años. Cambian las tecnologías, los procesos, los mercados, los modelos de negocio, surgen nuevas profesiones y en ocasiones se encuentran con la necesidad de reclutar perfiles profesionales que no acaban de comprender del todo.

En un mundo así una empresa ya no puede permitirse el lujo de pasarse medio año planificando lo que su gente va a aprender en el siguiente ejercicio, porque de un trimestre a otro las necesidades pueden ser muy distintas.

Las empresas son sistemas complejos que, a su vez, forman parte de otros sistemas más complejos aun. La interdependencia entre los diferentes componentes de esos sistemas es cada vez mayor y su comportamiento es imposible de predecir si no es desde una perspectiva holística difícil de alcanzar.

Aunque, como decía el fallecido Michael Hammer, profesor del MIT, hoy en día “el secreto del éxito no es prever el futuro, sino construir una organización capaz de prosperar en cualquiera de los futuros que no podemos prever”. En este sentido, DJ Patil, experto en teoría del caos, argumentaba en una reciente entrevista en Fast Company que el mundo de la empresa se parece a la meteorología.

Hay veces que es posible anticipar el tiempo que va a hacer los próximos quince días, otras sólo es posible saber el que hará en los próximos dos, y otras que es difícil conocer lo que sucederá más allá de las siguientes dos horas. El caso es que hemos entrado en la era de “las próximas dos horas” y esto exige a las organizaciones fluidez, agilidad, rapidez y adaptabilidad.

Es por ello que algunas empresas empiezan a experimentar con fórmulas de trabajo colaborativo, intentan favorecer la diversidad de sus miembros, se abren a su entorno, descentralizan sus procesos de toma de decisiones y asignación de recursos, o incluso fomentan la ocurrencia de “errores inteligentes” o hallazgos casuales.

Empiezan también a ser conscientes de que la única ventaja competitiva sostenible en el tiempo se deriva de su capacidad de movilizar la creatividad, la iniciativa y el entusiasmo de las personas con las que trabajan y, en consecuencia, comienzan a preocuparse de cuestiones que antes difícilmente aparecían en la agenda de los dirigentes empresariales, como es la felicidad de las personas de la organización. Sin embargo todavía son una minoría.

En paralelo, los individuos se enfrentan a la necesidad muy humana de encontrarle un sentido a todos esos cambios que perciben y que en muchas ocasiones chocan frontalmente con sus expectativas, basadas en su experiencia previa en un mundo muy diferente.

Además, a diario han de enfrentarse a nuevos retos profesionales que les generan ansiedad en la medida que sobrepasan sus capacidades y les sacan de su “zona de flujo“. Antes, cuando una persona trabajaba para una misma empresa muchos años, cuando no toda su vida, el aprendizaje sucedía a otro ritmo muy diferente, conforme la empresa lanzaba nuevos productos, incorporaba nueva tecnología o cambiaba sus procesos, o como consecuencia de alguna que otra promoción o cambio de puesto.

En general, a los empleados les bastaba la formación que “recibían” de sus empresas para lograr alcanzar un buen desempeño en su puesto de trabajo. Hoy todo es muy distinto. Las empresas están continuamente reinventándose y pocas personas de mediana edad tienen la certeza de que se jubilarán en la empresa donde actualmente prestan sus servicios. La duración de la vida laboral tiende a alargarse al tiempo que se multiplican los cierres de empresas y las restructuraciones.

Las personas se enfrentan a un entorno laboral poco compasivo, el paro es elevadísimo y, como es natural, mucha gente está muy asustada. A los individuos no les queda otra que aceptar que la única seguridad en el empleo es la que se deriva de su propia empleabilidad que, a su vez, depende de su capacidad de embarcarse en un proceso de aprendizaje continuo. Un proceso que, por otra parte, solo ellos pueden pilotar.

En este contexto un gran número de empresas necesita replantearse su forma de entender el aprendizaje en la organización. En primer lugar, en la economía de la creatividad el aprendizaje debería entenderse no tanto como un fin en sí mismo, sino como un medio cuyo fin es la competitividad de la compañía, pero también la de los individuos en un mercado de empleo cada día más dinámico.


El objetivo de la empresa es que las personas de la organización adquieran capacidades que contribuyan a mantener -e idealmente incrementar- la competitividad de la compañía a lo largo del tiempo. Una tarea, por otra parte, no exenta de dificultad ya que en un contexto como el actual esas capacidades son cualquier cosa menos estáticas.

En segundo lugar, las empresas deberían prestar más atención al aprendizaje informal, que según diversos estudios representa en torno a un 80% del aprendizaje que sucede en las organizaciones y que responde de manera más inmediata que las acciones formales a las necesidades que surgen.

No parece que tenga mucho sentido que, tal y como sucede en muchas compañías, la práctica totalidad del presupuesto que la empresa dedica al aprendizaje de sus empleados se emplee en iniciativas -en su mayor parte cursos de formación- que apenas aportan una pequeña fracción del aprendizaje que se produce en la organización. Además, es importante tener en cuenta que ese aprendizaje informal sucede principalmente a través de las redes de relaciones que existen entre los miembros de la organización.

Es, por tanto, un aprendizaje eminentemente social, con lo que las empresas tienen la oportunidad de aprovechar algunas de las herramientas social media disponibles hoy en el mercado para canalizar, amplificar y capturar ese aprendizaje, o utilizar técnicas de análisis de redes sociales para comprender cómo y dónde sucede.

Otra cosa que pueden hacer las empresas es favorecer la introducción de formulas de organización del trabajo que faciliten el intercambio y la colaboración en red; o comunidades de práctica que favorezcan el aprendizaje y la co-generación de nuevo conocimiento.

Asimismo pueden ser de ayuda todas aquellas iniciativas orientadas a fomentar una cultura de transparencia y un clima de confianza que permitan que no sólo se compartan los logros, sino también los fracasos, fuente de aprendizaje de primer orden. En este sentido las empresas tendrían que permitir que la gente se equivocase más. Las empresas tienden a sobreinvertir en prevención.

En otro orden de cosas, las empresas también pueden contribuir a que sus empleados desarrollen las habilidades sociales de las que depende en gran medida la inteligencia colectiva de la organización, así como enseñarles a leer el entorno, a detectar tendencias emergentes y a cuestionarse ideas preconcebidas.


Conclusión

Lo mejor que puede hacer una empresa en este campo es ayudar a sus empleados a asumir el papel de dueños de su desarrollo profesional, abriéndoles los ojos a un mundo que ha cambiado, proporcionándoles métodos que les permitan conocerse mejor a sí mismos, sopesar qué rumbo seguir, reflexionar sobre qué cosas necesitan aprender y descubrir cómo, donde y de quién (o con quien) aprenderlas, ayudándoles, en definitiva, a diseñar sus propios entornos personalizados de aprendizaje.

Se trata de una cuestión de eficacia organizativa y de employee engagement, pero, ante todo, de responsabilidad social. Es triste observar como casi todas las memorias de responsabilidad social corporativa de las grandes corporaciones hagan referencia a las horas de formación que reciben sus empleados, pero muy pocas hablen de la contribución a su empleabilidad. Porque, al fin y al cabo, ¿quién demuestra una mayor responsabilidad social? ¿quien da peces o quien enseña a pescar?


Fuente: Santiago García / Managers Magazine

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